Extraño
14:53
Sonó la radio-despertador e
instintivamente lo apagó de un manotazo. La luz se filtraba por las rendijas de
las persianas. Era ya la cuarta o quinta alarma que sonaba, pero no tenía nada
que hacer.
Es más… ¿Dónde estaba?
Junto al aparato dichoso, que estaba
sintonizando noticias sin ningún interés, había un pesado cuaderno a rebosar de
anotaciones y papeles pegados entre las páginas. Un número 17 estaba escrito en
una esquina sin motivo aparente. Lo tapaba una gran nota colocada encima, con
un “URGENTE LEER” escrito con rotulador rojo que casi asustaba de verlo. Por detrás
de la nota, había algo escrito. “Tienes cita a las nueve y cuarto”, empezaba.
Miró el despertador. Eran las once.
Saltó de la cama de repente, para
vestirse. La ropa de aquellos cajones desde luego no le pegaba para nada.
Aunque… ¿Qué le pegaba? ¿Cómo era él? Dejó aquello y fue directo hacia el baño.
No tan directo. Derecha… No, aquello parecía el salón. Izquierda, al fondo de
un pasillo. Sí, tenía que ser eso. Estaba solo en aquella casa, de quienquiera
que fuera. Tal vez el propietario era el extraño de rostro ordinario, moreno y
con algo de barba que le saludaba desde el otro lado del espejo.
Afortunadamente, recordaba cómo
se meaba sin manchar la tapa del retrete. Al acabar, volvió de nuevo a “su”
cuarto. Se sentó junto a la cama tras acabar de vestirse y respiró hondo. Ya
estaba preparado para irse a… Volvió a coger la nota. “Hospital General de Agrana,
tercera planta, Neurología, Doctora Mercer. Si te ves muy perdido mejor pide el
taxi, es este número. Llévate el cuaderno y léelo mientras esperas. Puede que
llegues tarde y tengas mucho más tiempo del previsto”.
El taxi automático reflejaba por
una pantalla que procedería a cobrarle unos cinco euros con algo. Ni idea de
cuánto suponía esa cantidad, pero su misterioso benefactor, que no podría ser
que él mismo, le había dejado indicado también dónde tenía la cartera. También
recordaba que cuando la cita se te pasa en algún lugar, tienes que esperar a
que acabe todo el mundo y rezar para que te atiendan. Aunque algunas
convenciones o modos de hacer sí seguían aún en su cabeza, otros muchos no,
como por ejemplo el valor del dinero, o el artificial aroma aséptico que le
asaltó nada más entrar al hospital. No tenía ni idea de lo que eso podía
suponer. Lo que era cierto es que de su vida no se acordaba de nada.
Tras horas sentado en el incómodo
asiento de plástico amarillento de la sala de espera de Neurología y se
acabaran las citas, entró. Una doctora de mediana edad le saludó.
—Buenos días, Marcos. ¿Conocía ya
su nombre?
—Sí, sí. Eso ponía en el cuaderno.
—¿Lo ha leído todo?
—He tenido algo de tiempo…
Se llamaba Marcos. Tenía 35 años.
Solía ser técnico de algo llamado eVita,
hasta que sufrió un accidente, haría tres meses más o menos, y ahora no se
acordaba de nada. Y lo que es peor, cada vez que dormía, sus recuerdos se
volvían a esfumar. De modo que el cuaderno donde iba apuntando todo lo
importante que le iba pasando día a día iba engrosando poco a poco.
—Sí, por eso le he dejado ahí,
espero que no le haya importado. Pero era el acuerdo al que habíamos llegado.
Aunque se le olviden las cosas, se conoce bastante bien a sí mismo, por la
cuenta que le trae.
—¿A qué se refiere?
—A que usted supo desde el primer
momento cómo reaccionaría, leyendo el cuaderno, puede que llegando tarde… Casi
siempre ha acertado en su pronóstico.
—Ya, bueno. He leído lo que pasó.
No puedo creer que haya aguantado así hasta entonces.
—Sí, la verdad es que lo ha hecho
usted muy b…
—No me haga la pelota ahora. ¿Por
qué cojones no me han ingresado?
Era un amnésico, pero no era imbécil.
Tres meses, despertando sin recordar nada y perdiendo mucho tiempo leyendo
aquel cuaderno y apuntando alguna novedad que pensaba que sería necesaria… No
tenía sentido. Lo sorprendente es que no hubiera hecho alguna locura, o algo
hubiera salido mal… Pero la doctora estaba allí, como si fueran a hacerle una
radiografía rutinaria cuando hace unas horas no sabía ni su nombre.
—Le ruego que no se enfade. Las
circunstancias de su accidente eran complicadas y…
—Sí, eso también lo tengo
apuntado. Por lo visto aún amnésico mi yo de hace tiempo ha ido atando algunos
cabos. No quieren que se sepa nada de esto. Hubo un fallo de seguridad en… Lo
que fuera que estaba haciendo.
—eVita es una empresa de vinculación neuronal. Estaba usted realizando los ajustes para una
familia que había solicitado el…
—Que sí, que lo tengo apuntado.
Para controlar la casa con la mente o algo así. ¿Es eso muy normal? La mía
parecía de lo más normalita.
—Le aconsejamos retirar los
aparatos tecnológicos por si acaso. Parece ser que el manejo de ellos hay días
que le es más complicado, y optamos por usar elementos más antiguos.
Despertadores, cuadernos… Instrumentos analógicos. Mucho más intuitivos.
—Desde luego.
—En fin, no vamos a demorar esto
más. Sígame y le devolveremos sus recuerdos por fin.
Sintió que tenía que alegrarse,
pero no notó nada. Recuperar una vida de la que no sabía nada, dado su estado,
no suponía mucho regocijo en aquel momento. La cosa mejoraría después,
seguramente.
Bajaron por un ascensor enorme
varios pisos, seguramente el último de los sótanos. Tras una puerta, esperaba
una sala repleta de máquinas con ese color blanco y luces azules tan
sanitarias. Esa información sobre el ambiente hospitalario no había abandonado
sus neuronas.
—Siéntese aquí y en seguida habremos
acabado.
De entre los escondites que
brindaba la maquinaria, varios enfermeros emergieron para asistir a la doctora
a la hora de colocarle electrodos en la cabeza. Después, el asiento se reclinó,
y lo introdujeron en una de aquellas máquinas. Hubo un flash de luz y un ruido
de encendido.
Lo recordaba todo. Claro que era
Marcos. Un último encargo por la tarde, un vínculo simple. De hecho, tan
sencillo que ellos montaban toda la instalación de la casa y la parte más fácil
era aquella, un simple implante con una pequeña pistola. La ley exigía que los
clientes no podían hacérselo a ellos y se requería de alguien especializado, y
el cursillo que les daba la empresa era más que suficiente. Pero por lo visto
esa señora tenía problemas y no conseguía ni abrir la puerta de la nevera, así
que se lo colocó a él también. Y a él le borró la memoria. En vez de conectar
las funciones de la casa con su propia red nerviosa, había destruido a esta.
Pero en fin, ya estaba allí, de vuelta, recordándolo todo.
—¿Se acuerda ya?
—¡Sí!
—Me alegro —contestó la doctora
con una sonrisa en la cara. El resto incluso chocaron las palmas.
—Caray.
—Sí, es que llevamos mucho tiempo
intentando que el reestructurador neuronal funcione. Digamos que era tecnología
experimental.
—Y a eso venía tanto secretismo,
¿no?
—Exactamente. ¡Pero bueno, ha
sido un éxito!
Se despidió del personal y volvió
a su casa. Pasaría más tarde a recoger todas sus cosas. Ahora que ya había
pasado, estuvo gracioso tener que sobrevivir así varios días.
Pasó el tiempo, y según le habían
indicado, tenía que acudir a la mutua de la propia empresa si tenía alguna
secuela. Le solía doler la cabeza y algunas cosas las recordaba de forma
extraña. Como si todavía no fluyeran bien dentro del cerebro los recuerdos. Sin
embargo, pensó que sería buena idea comentárselo a la doctora también.
En la sala de espera había
bastante gente esperando.
—“Henar Garrido” —anunció la voz
del altavoz de forma clara. Un gran avance, sin duda. Hace años los altavoces
de los hospitales eran lo peor.
Una mujer se levantó y entró,
dejando verle al hombre que tenía junto a ella, agachado leyendo ávidamente.
Tanto que le sorprendió.
—¿Está bien el libro, eh?
—Esto… Sí, bueno. Es que, no es
un libro, es un cuaderno —le contestó secamente.
—Ah.
La mujer salió. El altavoz volvió
a sonar.
—“Marcos Rubio”.
Se levantó para entrar en la sala
al mismo tiempo que el otro hombre.
—Eh, ¿a dónde va?
—Disculpe, pero… Creo que ese
Marcos soy yo.
—¿Cree?
—Sí. Es que… Bueno, tengo un
problema de memoria y en el cuaderno pone que…
Era exactamente el mismo
cuaderno. Palabra por palabra. En lugar del 17, había un 23.
—Sígame.
Bajaron por el ascensor, a la
sala de las máquinas. Los médicos que estaban allí se sobresaltaron.
—¡¿Qué significa esto?! —les
gritó, arrojándoles el cuaderno.
—Cálmese, se lo ruego.
—Dos sujetos se han revelado,
espero órdenes —susurró uno de ellos al micrófono que llevaba en el cuello.
—Verá, supongo que se lo podemos
contar ya —prosiguió el primero—. Simplemente son ustedes sujetos de un
experimento. Queríamos saber si podíamos implantar una conciencia simulada en
una persona. Ya lo hemos probado con conciencias reales volcadas en un
software, pero queríamos intentarlo con una desde cero. Es más fácil si
borramos la conciencia previa, pero el proceso hace que la memoria no funcione
bien… Y tampoco todos los intentos son exitosos. Lo intentamos todos los días,
haciendo que lean el cuaderno. Si antes de entrar ustedes ya creen parte de la
historia, esos patrones hace que sea mucho más fácil de…
—¡¿Quiénes somos?!
El otro “Marcos” estaba incluso
más confuso que él.
—Marcos. Y lo volveréis a ser.
El del micrófono les disparó con
una pistola de dardos. Cayeron al suelo al mismo tiempo…
Sonó la radio-despertador e
instintivamente lo apagó de un manotazo. La luz se filtraba por las rendijas de
las persianas. Era ya la cuarta o quinta alarma que sonaba, pero no tenía nada
que hacer.
Es más… ¿Dónde estaba?
Junto al aparato dichoso, que estaba
sintonizando noticias sin ningún interés, había un pesado cuaderno a rebosar de
anotaciones y papeles pegados entre las páginas. Un número 17 estaba escrito en
una esquina sin motivo aparente. Lo tapaba una gran nota colocada encima, con
un “URGENTE LEER” escrito con rotulador rojo que casi asustaba de verlo. Por detrás
de la nota, había algo escrito. “Tienes cita a las nueve y cuarto”, empezaba.
Miró el despertador. Eran las once.
Saltó de la cama de repente, para
vestirse. La ropa de aquellos cajones desde luego no le pegaba para nada.
Aunque… ¿Qué le pegaba? ¿Cómo era él? Dejó aquello y fue directo hacia el baño.
No tan directo. Derecha… No, aquello parecía el salón. Izquierda, al fondo de
un pasillo. Sí, tenía que ser eso. Estaba solo en aquella casa, de quienquiera
que fuera.
Más tarde, tras ir al hospital,
recuperó su memoria, pero le debió quedar alguna pequeña secuela. Una parte le
decía que aquel extraño de rostro ordinario, moreno y con algo de barba que le
saludaba desde el otro lado del espejo no se llamaba ni se había llamado nunca
Marcos.
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