Daemónica

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El relato de hoy es el texto concluso más extenso que mis manos han parido. Con el motivo de la creación de la revista Windumanoth, a la que os recomiendo suscribiros, se lanzó un concurso de relatos sobre fantasía, terror y ciencia ficción del que escogerían algunos para publicar. Desgraciadamente este no salió seleccionado, aunque tampoco me sorprende porque seguro que de los doscientos relatos aproximadamente que fueron enviados, la gran mayoría es mejor que este que os presento ahora mismo. Aun así, espero que lo disfrutéis.



La puerta se abrió, con un crujido lignario, como acolchado, húmedo. El aire reposaba tranquilo, pesado, cargado del olor a tierra mojada. Bajó las escaleras de madera de pino, que a cada pisada entonaban otra nota amortiguada, acompañando la misma canción que tocó la puerta al abrirse. Una tormenta había estado regando la villa durante todo el día. Se volvió para contemplar su casa. Tal vez aquella llegara a ser la última imagen que atesoraría de su hogar.
Una ráfaga de luz se asomó por el rabillo del ojo, la claridad de un callejón que se abría a su derecha. La calle del pozo, la figura de piedra oscura del final. Allí la conoció cuando eran críos, no tendrían más de cinco años. Al menos, es el primer recuerdo que podía rescatar. Más tarde descubrieron que jugaban juntos a veces cuando no sabían ni hablar. La memoria no es una sustancia sólida, especialmente al principio y al final de la vida, donde los recuerdos se subliman; lívida bruma en la que las imágenes son difusas y confusas, tanto que a menudo ciertas personas se pierden en ellas. Pero a ella la veía, tan clara como si realmente estuviera delante de él jugando, dando vueltas alrededor del pozo.
«¡Hola! Me llamo Ephraim, ¿y tú?».
La plaza ya estaba a rebosar, aunque, a decir verdad, para ello no hacía falta demasiada gente. Pocos quedaban ya por llegar para poder partir. Serían en torno a una veintena de viajeros. La marcha ya había pasado por dos pueblos antes de llegar a Maloburgo, que ostentaba el triste honor de ser la población más numerosa antes de cruzar la frontera del mal. Pasarían también por Busillis, a un día y medio a pie de camino, si acaso viviera alguien allí lo suficientemente loco como para unirse ellos.
—Que los Cuatro Dioses os protejan, hijos míos. Paz y luz en vuestro camino —entonó el párroco.
—Paz y luz —contestó el resto.
En silencio, echaron a andar. El camino siguió embarrado por la lluvia, hasta que llegaron a una encrucijada, coronada con un viejo poste de madera frágil y sucia. Varias flechas señalaban hacia atrás, sus hogares. Pueblos a salvo, de momento. Otras tantas, señalaban el camino que debían seguir. “Busillis”. El resto de nombres se escondían detrás de grandes cruces negras y rojas. Una advertencia para el caminante despistado.
Oscureció. Tras un pequeño puente de piedra que salvaba un arroyo, decidieron acampar. Fueron rotándose las guardias en silencio y tras pasar la noche, un resplandor tímido se asomó desde el este, de modo que recogieron todo y continuaron. Llegaron casi al anochecer. El pueblo estaba vacío. Pronto los árboles siniestros enraizarían en esas tierras, como ya lo estaba la desesperanza en los corazones de la gente.
—¿Acaso nadie sabía que en este pueblo no queda nada? —preguntó una joven menuda y encapuchada al aire. Nadie parecía contestar—. Tú, tú eras del anterior pueblo. ¿No sabías nada?
Miró alrededor. Se refería a él.
—No, no lo sabíamos —explicó—, ya que nadie se atrevió a ir más allá del puente. Las noticias acaban llegando, y en el último medio año acabaron con toda la parroquia de Konngrythe. Era la villa más grande de la región. El primer pueblo podía verse desde aquí, al lado de esa colina.
Señaló a una boscosa mancha negra.
—¿Qué ha sido de esta gente? —preguntó un extraño hombre junto a ellos. Su joroba y sus dientes amarillos configuraban un aspecto siniestro. No llevaba arma alguna, salvo un libro que sobresalía de su zurrón negro.
—De vez en cuando, un buhonero recorría los pueblos. Hará un mes de la última vez. Nos dijo que gran parte había huido, pero que aún había guerreros jóvenes y fuertes. Ignoro lo que ocurrió.
Al acabar la charla, el silencio cayó sobre ellos como una pesada losa de piedra. Acordaron quedarse allí esa noche, entre los restos de las viejas casas. Compartió techo con la chica encapuchada, el jorobado, una guerrera con armadura de cuero, y dos hombres que parecían no haber estado nunca en una batalla. Encendieron un fuego en lo que en su día fue la chimenea.
—¿Habéis tenido experiencia alguna vez con un vampiro? —preguntó la mujer, fría como una piedra expuesta a la lluvia y la noche.
—No he llegado a enfrentarme a ninguno, pero escapé de ellos en Sartevin —respondió la chica.
—Ah, sí. El clan de Lord Alivard, si no me equivoco.
—Así es. Estábamos preparados. Con fuego. Tanto que parecía de día. Aun así, nos barrieron. Conseguí escapar entre las vigas en llamas de la casa comunal del alcalde donde nos refugiamos. Uno entró. Sólo le vi las botas, pero… Supe que quería matarlos a todos ellos.
—Lord Alivard era un señor poderoso, nieto de Helena, la Señora de la Noche que reinó hace doscientos años.
—La rama familiar de Helena está seca —intervino el jorobado—. Ahora quien domina a los vampiros es Lord Rothschild. Hasta donde yo sé, domina tres cuartas partes de los castillos. Quizá exista algún clan rebelde en la tundra oriental, pero pronto los someterán.
Ephraim carraspeó, sin levantar la mirada.
—Tenía entendido que no había vuelto a existir un gran señor vampiro. —Mientras la chica respondía, los dos hombres se miraban, intercambiando sorpresa y miedo.
—A quién le importan los linajes de esos demonios. Todo lo que hay que hacer es ensartarles el corazón —dijo la guerrera—. ¿Eso sabes cómo hacerlo, hombre chepudo?
—Soy Waldren, el Piromante, y llevo quemando monstruos desde que nací.
—Y yo soy Frida, la mercenaria, y también llevo matándolos durante años.
—Irene. No he cazado ninguno, pero he matado muchos humanos.
Hasta la niña había pintado con sangre el suelo. Los hombres estaban aterrados. Su mayor víctima posiblemente sería un gorrino de matanza.
—Carl y Norman. —No dijeron nada más.
Sintió que todas las miradas se dirigían hacia él, todavía con la cabeza gacha. El flequillo pajizo le tapaba parte de la visión.
—Me llamo Ephraim —se presentó, sin moverse ni hacer nada más.
—¿Ephraim? ¿Ephraim, el cazavampiros?
—Sí, soy yo. —Suspiró.
Durante un buen rato, el piromante le preguntó por sus cazas, que eran muchas. Era considerado el tercer cazavampiros más letal de todo el continente. Además, a sus oídos llegó la noticia de que Minerva “se había retirado”. Solo el gran Zacharias podía superarle.
Mientras el resto dormía, salió para estirar las piernas. Una figura hacía guardia, la sombra de su denso vello facial se recortaba contra el cielo estrellado y la luz de la luna. Tampoco podría dormir. Lo entendió perfectamente.
De jóvenes, estuvieron en Busillis pocas veces, camino a Konngrythe. En la gran villa, solían comprar ungüentos y plantas raras para medicinas, además de cotillear libros y armas. Una de aquellas veces, fue por extrema necesidad.
«¿Estás bien, Eph?».
El caballo se encabritó al ver salir disparado un jabalí de un seto a un lado del camino. Se torció el tobillo. No sabían muy bien que hacer, así que les pareció lo más sensato llegar hasta el pueblo en busca de auxilio. Una vieja curandera le atendió a cambio de una moneda de oro. Le aplicó una cataplasma y le vendó la pierna. Dijo que no era grave, que en un par de días de reposo se le pasaría el dolor. Lo mejor que podía hacer era volver al caballo y llegar a casa para descansar.  No se equivocó. Y sin embargo, ella pasó las siguientes dos semanas haciéndole recados por él. Se preocupaba demasiado. Siempre lo hizo.
A la mañana siguiente, volvieron al camino. Aquella había sido su última parada antes de la oscuridad.
El sol de la tarde confería al paisaje un aire seco y extraño. Una contradicción, una luz que le arranca el color a todas las cosas. El agua del camino ya se había evaporado. Las grandes llanuras de hierba pajiza les tenían a ellos como única compañía además del soplido del viento que abanicaba las briznas suavemente, acompasando un oleaje mustio y silencioso.  Hasta que el camino se acabó.
—Es horrible —se oyó decir a alguien.
Abruptamente, se alzaba un bosque negro y anormal. Los troncos tenían más apariencia de cristal o roca que de madera, las hojas se veían mustias y rojas, a punto de caer. Pero no caían nunca. Más que árboles, aquello eran sangrientas garras que emergían del suelo. No podrían continuar con las carretas, ya más vacías pero aún cargadas de provisiones, que pasaron a cargar en mano.
—Nunca había visto un bosque noctilii hasta ahora —bramó un hombre grande y calvo que portaba una maza.
—El árbol oscuro fue un ingenio de Helena, corrompiendo con sus malas artes una manzana. Los vampiros desprecian a cualquier criatura viva, pero lo que más odian es la luz. —Waldren se agachó, arrancando un puñado de tierra del suelo—. La tierra donde crecen está seca. Si llueve es peor, ya que las corrientes subterráneas arrastran su ponzoña. Crecen gracias a la magia que emanan desde sus castillos. Bajo las tupidas copas de los malzanos, incluso ellos pueden desplazarse de día.
La poca luz que conseguía atravesar aquel tapiz granate, se asfixiaba debajo. No llegaba a oscurecerse del todo, era como la luz tras una gran tormenta al atardecer, y despojada de todo calor. El aire estaba enrarecido, costaba respirar. Una mujer envuelta en velos portaba una brújula, y se aseguraba de que seguían en la misma dirección. Entre susurros, intercambiaban miedos.
—No se oye ni un alma aquí. Ni aves, ni mamíferos, ni cualquier otra planta que no sean estas horribles púas negras.
—Los únicos seres vivientes de la zona son los vampiros.
—Los noctilii no viven. Son un engaño del demonio. No dudéis en acabar con todos.
De día, el bosque estaba oscuro. De noche, era oscuridad pura y densa. Cayó sobre el grupo lentamente, como una sábana amortiguada por el viento. Pero cuando lo hizo, el velo de negrura les impedía ver más allá de sus pies. El piromante conjuró una llama sobre la palma de su mano para que pudieran caminar.
—Los malzanos detectan el calor. Estamos llamando demasiado la atención.
Desde un ángulo extraño, se percibió luz. Una pequeña hebra plateada. Un claro. Apenas se desviaba de su trayectoria, con lo que instintivamente lo alcanzaron. El único lugar donde las púas negras no brotaban era donde había piedra en el suelo para contenerlas, cediendo algo de espacio ante las ruinas de lo que fueron alguna vez calles. La antigua villa de Konngrythe. Decidieron acampar allí. Los pequeños retales de cielo abierto les reconfortaban, aunque fuera un poco.
—Hay luna llena —comentó el gran hombre calvo.
—En otros tiempos, los licántropos hubieran plantado hoy batalla —añadió la mujer de la brújula—. Debimos habernos aliado con ellos.
—Ya es tarde para eso.
Parados, el frío parecía cristalizarse dentro de sus huesos. Ahora que sabían que un piromante caminaba entre ellos, con solo mirarle entendió que iban a encender una hoguera. Puso pegas nuevamente, pero accedió. Casi todos se sentaron en torno a ella, un par se entretuvo rebuscando en los escombros. El viejo de la barba se le quedó mirando hasta hacerle sentir incómodo.
—Venga, venga. Disfrutemos de la cena, aun en este paraje tan tétrico. Arrima ese cerdo al fuego, es el último que nos queda.
—Deberíamos dejar algo para…
Dejó de escuchar. Reconocía el edificio derrumbado en el que ahora se encontraban, y que les proporcionaba un lugar despejado entre las agujas negras. Era la vieja biblioteca. Siempre les había gustado leer. Ella quería estudiar en la gran universidad del sur, en Vantric. Tenía grandes aptitudes para la magia. Él se defendía lo justo, pero le interesaban los conocimientos y su estudio. Pero después, pasó aquello. Y sus intereses se centraron en una sola cosa.
«Eph, mira esto. Tácticas avanzadas para acabar con noctilii».
Encontraron trabajo en un pueblo de la parroquia, prácticamente una extensión de Konngrythe, como boticarios. Entrenaban en sus ratos libres, buscaban noticias del clan que arrasó el pueblo. Tenían que…
—¡SOCORROO!
Desde lo alto de una viga derruida de un edificio, un muchacho que se había ido a rebuscar gritaba, con el pecho atravesado por una garra. La sangre fluía imparable, empapando carne y madera. Detrás de él, victorioso, se alzaba un vampiro gritando. Unos ruidos tras de sí parecían indicar que había más.
—¡Deprisa, deprisa, organizaos! ¡Mantened la calma!
—¡Apuñalad su corazón o cortadles la cabeza! ¡El ajo!
—Vilka, dame sabiduría. Beger, préstame fuerza. Fianant, protege mi vida, Movoth, guíame en la muerte. Vilka, dame…
El ajo y los rezos eran inútiles, y no supieron mantener la calma. El asesino saltó con una fuerza sobrehumana sobre otro compañero, y le arrancó el cuello de un mordisco. Estaba envuelto en una armadura oxidada y puntiaguda, desigual, directamente sobre la piel sobre la que se clavaba, llena de heridas negras. La mujer de la brújula giró sobre sí misma y dos dagas se le clavaron en los ojos. El ser se carcajeó y le arrojó el cadáver descabezado del que se estaba sirviendo. Por la espalda, otro le atravesó el abdomen, desparramando sus entrañas por el suelo.
Frida y otros guerreros afrentaron un tercero. Todos parecían vestir aquellos horribles pertrechos de herrumbre y garras de metal clavadas en su propia carne, como enjaulados en su propia protección. Atacaban fieramente, sin juicio ninguno. Frida hundió su espada en el pecho de uno, pero los otros dos desmembraron sin dificultad a los dos que intentaban ayudarla. Alcanzó al primero que cargó en el pecho, pero dio en hierro al no acertar en una abertura. El segundo le arrancó la columna en un giro de un sangriento zarpazo.
—¡Piromante, quema a ese! ¡RápidAAAARGH! —Waldren le agarró la cara por detrás a aquel guerrero, hundiendo sus dedos en los ojos y en la boca, y después conjuró el fuego en su mano.
—¡Noctilii! ¡Os he estudiado durante años! ¡Convertidme en uno de los vuestros! ¡Llevadme a Lord Roth Roth Roth… —Un vampiro no oyó su súplica y clavó una de sus garras de hierro en su cabeza, dejando al piromante convulsionando en el suelo y articulando sonidos sin sentido.
El vampiro ciego no se detuvo y se lanzó a por ellos. Un mazazo descargado desde arriba le alcanzó en el aire, convirtiendo su cráneo en una pulpa oscura al impactar contra el suelo.
—¡Venid! ¡Venid a Aardvark! ¡Vamos!
El que acabó con el piromante siguió su consejo y acechó por detrás. Con las dos manos sujetando la maza, se giró sobre sí mismo, pero no llegó a tiempo. Sin embargo, antes de que el noctilii clavara sus fauces en su cuello, una figura sobrevoló las sombras y penetró su corazón con una afilada estaca de madera. Después, susurró unas palabras mientras parecía agarrar con la mano a un monstruo a unos metros de distancia con la mano en alto. El vampiro realmente parecía aferrado por una fuerza invisible de la que intentaba librarse, pero su cuello continuó oprimido hasta que su captor se acercó de golpe y hundió otro madero en su pecho.
Los tres que quedaban enfrentaron al resto de compañía, arrasando sin piedad. Irene se desenvolvía bien contra uno de ellos, esquivando golpes y deslizándose por el suelo. Sin embargo, sus puñaladas no alcanzaban nunca un punto débil. Los otros dos se sumaron a la cacería. La chica se coló por entre las piernas de uno y se encaramó a su espalda, y clavó su daga en la boca del espanto. Al revolverse, cayó al suelo y otro le cogió por el cuello, sonriendo con una boca deforme y babeante, apenas ya a unos centímetros de ella.
—¡Aquí!
Los tres miraron al emisor del grito. Ephraim descargó la ballesta justo en el corazón de uno. El virote emergió limpiamente por la espalda y estalló contra una pared de piedra. Inmediatamente soltó el arma y lanzó dos cuchillos con ambas manos al par de monstruos. El que agarraba a Irene la soltó furioso y bramó, salpicando infecta saliva.
—¡Te conozco! ¡Te conoz…!
De dos pasos al frente se plantó frente a él y con una espada corta empuñada del reverso le decapitó. El último seguía retorciéndose en el suelo, y cuando consiguió la postura para volver a levantarse, Ephraim se sentó encima de él en una parte plana de la armadura, y le clavó la espada en el pecho, lentamente.
El combate no había durado ni medio minuto en total. El grupo había sido diezmado.  Quedaban Irene, el tal Aardvark, un hombre y una mujer cuyos nombres aún no conocía, el viejo y él.
—Estos… No son vampiros normales, ¿verdad? —dijo Aardvark, observando a uno tirado en el suelo, meciéndolo con el pie.
—No. No lo son —respondió Ephraim—. Un grupo como este, normalmente, conforma un gran clan entero por sí mismo. Cada miembro es valioso y atesora un gran poder. Conocen la magia negra, y visten elegantes vestimentas y armaduras.
—Estos malnacidos parecen mutilados —añadió el viejo—. Torturados. Deformes. Peones de la oscuridad que los comanda. Desde luego, si nos hubiéramos topado con siete noctilii al uso por sorpresa, probablemente estaríamos todos muertos.
—¿Estos entonces son los débiles? Dioses… Dónde nos hemos metido… —El hombre rezumaba terror por todos los poros de su cuerpo.
—¿Por qué no sangran? —preguntó la mujer—. Es su sustento. Pensé que estallarían chorreando rojo, como las sanguijuelas o las pulgas.
—La anatomía noctilii es complicada —contestó Ephraim—. En lugar de sangre líquida, sus venas, más resistentes, contienen una especie de vapor. Su corazón es fuerte, y late muchísimo más que el nuestro. De alguna manera, esto les da fuerza y velocidad.
—Ese tal Rothschild parece mucho más enfermo que el resto de vampiros entonces, ¿no? —preguntó Irene.
—¿Rothschild? No, niña. Rothschild murió hace más de medio año —respondió el anciano.
—¿Qué? Ese sucio traidor de Waldren parecía saber mucho de vampiros, y nos dijo que…
—Olvídate de ese hombrecillo patético, Irene. —Ephraim miró directamente por primera vez a aquel hombre barbiluengo, que tan incómodo le había hecho sentir durante todo el viaje. Una leyenda, su ejemplo a seguir—. Éste es Zacharias, Asesino de Demonios. Es un honor conocerle, señor —terminó de decir, en mitad de una silenciosa reverencia.
—No pienses que no te he reconocido en combate, muchacho. El joven Ephraim —dijo dándole una palmada en el hombro—. Me hubiera gustado conocerte en otras circunstancias. Pero de qué otro modo pueden llegar a conocerse dos cazavampiros.
—Caray… Ahora me siento un poco más seguro —resopló Aardvark.
—No deberías —replicó Zacharias—. Las cosas van a ponerse mucho peor. Nunca me imaginé esto… Esto… Es culpa mía. Un asalto a un castillo vampiro es una cosa. Se necesitan apoyos fuera. Es… Esto no tenía que haber ocurrido.
—Maestro Zacharias. El único responsable soy yo. La nueva señora no es algo con lo que nos hayamos enfrentado antes. Pero pensé que sería más… Bueno. Más »convencional”.
—¿Te has enfrentado alguna vez a esta nueva plaga, joven Ephraim?
—No. Es decir… Después de que usted acabara con Rothschild, intenté estar al tanto de los cambios de posicionamiento dentro de los distintos clanes. Le estaba siguiendo la pista haría un tiempo a una nueva vampiresa que había estado hostigando en solitario esta parroquia. Al cabo de un tiempo, escaló posiciones. Ganó adeptos. Más que a una familia, se asemejan a una secta. Abyss utiliza a los noctilii inferiores como peones en su siniestro juego. Conoce las artes arcanas y se las queda para sí, negándoselas al resto. Me uní a esta cacería sin llamar la atención, con una vana esperanza de que ella no fuera quién se alzara con el poder de entre todos los demonios, en esta mórbida trifulca suya.
—¿De modo que Abyss es la nueva señora de los vampiros? —preguntó Irene inocentemente.
—Aun no —dijo Ephraim.
«Y pienso impedírselo».
En su mente, como una esperanza que se materializara más fácilmente si la invocara una y otra vez, fieramente acertaba de lleno con un virote bendito en el corazón umbrío de La Torturadora. La Sangrienta. Majestad de la Demencia. Diosa de la Muerte Violenta. Abyss. Nada le valdrían todos esos autoimpuestos títulos cuando sus ventrículos estallaran, desbordando su horrible vapor vital por su cuerpo.
—Vamos, debemos continuar —sentenció Zacharias—. Nuestro objetivo principal es matar todos los vampiros que podamos. Si morimos, moriremos haciendo eso. Quien no esté preparado, mejor que se dé la vuelta ahora mismo.
Aquellas dos personas a las que no le había dado tiempo a conocer se fueron, de modo que la compañía quedó reducida a cuatro.
Reemprendieron la marcha, después de recoger los enseres que les pudieran ser útiles de entre aquella carnicería. Ya no les serían útiles a sus anteriores dueños por más tiempo. La brújula les orientó.  El bosque era idéntico a cada paso, un laberinto horrible que se extendía acres y acres de oscuridad contra natura. Irene se encaramaba a las copas de los malzanos para otear el horizonte. Al tercer día, vislumbró un torreón negro por el este. Descansaron una última noche, antes de alcanzarlo. Aunque no dormirían.
—Lo único que quería hacer era vengarme de los noctilii —dijo Irene, sentada contra un árbol negro—. Vi lo que hicieron, y sentí un odio como nunca había sentido. Pero… Es más importante que todo eso. Si no acabamos con ellos…
—Nos exterminarán —terminó Aardvark—. Como hicieron con los hombres lobo. No correremos esa suerte, juro por los Cuatro que no. Juro que…
Aardvark comenzó a llorar, a lágrima viva.
—Todos hemos perdido a alguien —dijo Zacharias—. Si no, seguiríamos en nuestras casas, fingiendo que el mundo sigue siendo un lugar ajeno al peligro. De alguna manera, todos los que los perseguimos hemos pasado por eso. Es lo que nos ha empujado contra ellos. Todos nosotros tenemos los mismos ojos.
—Así es. —Ephraim miró a los ojos del anciano. Estaban inundados con la misma tristeza que los suyos. Más antigua, más oculta, pero estaba allí.
—Mi esposa y mis hijos… —sollozó Aardvark.
—¿Cómo se llamaban? —preguntó Irene.
—Ella Beatriz. Mis hijos, Howard y Tubald.
—Mi madre se llamaba Fiona, y mi padre Wilhelm.
—Soy muy viejo, y mis padres y hermanos pudieron vivir bien antes de que los noctilii invadieran el norte —confesó Zacharias—. Nunca formé la mía propia. Pero sí tuve amigos. Y más tarde o más temprano, se los llevaron. Son demasiados. ¿Y tú, joven Ephraim?
Habían ido a visitar a los padres de ella a su pueblo, Zem, cuando llegaron. Tres miembros de un clan menor, pero poderoso. Ataviados con sus oscuras capas. Sus perros muertos de gélida mordedura. Habían entrenado, pero de nada sirvió. Cadáveres y charcos de sangre. A un par de personas se las llevaron. Uno de ellos la atrapó en sus brazos. Su cara y sus dos trenzas doradas, empapadas de rojo. Intentó hacerle frente, pero con una terrible fuerza, clavó su dedo afilado en el pecho. Se desvaneció. Le dieron por muerto, pero vivió. Los noctilii maldecirían el nombre de aquel que dejó escapar a Ephraim, el cazador de vampiros.
—Se llamaba Angélica.
Un sutil cambio de luz indicó que el día había llegado. Entraron en el torreón. El saludo frío de la piedra negra fue el eco de sus pisadas. Los pisos superiores estaban derruidos, pero unas escaleras de caracol se adentraban en la profundidad de la tierra. Irene abrió el volumen de piromancia de Waldren, el traidor.  Identificó la página del grimorio donde se podía invocar una pequeña llama, lo justo para aportar algo de luz en la penumbra de aquellas mazmorras. Al punto, se arrepintió.
Las paredes estaban repletas de jaulas viejas de todos los tamaños, además de ganchos, púas y lanzas clavadas en la pared cavernosa. El olor a metal y el color pardo que inundaba la estancia no sabían decir si estaba originado por el óxido o por la sangre. Una fina alfombra de polvo y huesos recubría el suelo. Algunos esqueletos adornaban la jaula, o colgaban de las lanzas, de todos los tamaños.
—Por Vilka… Mirad esto. —Aarvark recogió con una de sus grandes manos un pequeño cráneo, parte de un cuerpo encajado en una maraña de púas colocadas a un lado de la pared.
—No tendría más de tres años —calculó Ephraim.
—A… Ayuda…
Alguien suplicó desde el fondo de la habitación. Una persona, inidentificable al estar su piel en carne viva, supurando pus por todas partes, se hallaba encajada en una jaula más pequeña para su tamaño. Debían haberla montado encima de él. Era imposible que hubiera permanecido vivo.
—Dadme una muerte digna… Os lo ruego. No quiero… Convertirme… En uno de ellos…
Ephraim se acercó y le examinó los ojos. Pequeños, llorosos y rojos. Pero había un brillo extraño en ellos. Un destello oscuro. Había sido infectado, era un noctilii. De alguna forma, la maldición parecía estar avanzando lentamente por él.
—¿Qué te ha ocurrido?
—Abyss… Nos… Nos hace así. Para cuando la fuerza de la noche nos llega y rompemos la jaula, se nos queda incrustada… Y… Ya hemos perdido la cordura… Gracias por venir.
Zacharias sacó una estaca de su bolsito de cuero.
—¿Cómo te llamas?
—Renn… No se me ha olvidado. Gracias. Gracias…
—Descansa en paz, Renn. Que Movoth te guíe. Paz y luz.
Y se la clavó de inmediato. Entonces, echó un vistazo alrededor.
—Llevo media vida batallando contra los noctilii. He viajado a través de toda la tundra, visitados numerosos castillos, bajo la cálida luz solar y el baño argénteo de la luna. Mirad mis manos, callosas y arrugadas. Apenas noto el tacto de las cosas. El peso del tiempo las ha mellado. Pero estas manos han atravesado los negros corazones de innumerables monstruos. Estos ojos han visto caer a señores y señoras de los clanes del nordeste. Y juro ante los Cuatro Dioses que jamás he presenciado un horror semejante a este.
»A pesar de asesinar y alimentarse de nuestra sangre, debajo de ese desprecio que nos guardan, algunos tienen un raro orgullo. Un sentido de protección para con su linaje. A veces, incluso honor. Yo personalmente abatí a Arameah Rothschild, el Terror del Norte. Último Señor Vampiro. Aun con todas las atrocidades que cometió, cuando se vio arrinconado y vencido, me dijo: «Luchasteis bien, mortal. Justa victoria es la tuya». Desde luego, unas palabras frente a cientos de viles hechos no me merecen ningún respeto pero… Pero esto.
—Le entendemos, maestro.
Un temblor sacudió las profundidades. La sala comenzó a hundirse, y del fondo emanaba una tenebrosa fuerza casi sólida.
—¡Corred, corred!
—¡No, he venido a…!
Aardvark entendió la situación y agarró a Irene, subiendo las escaleras tan rápido como pudo.
Los dos cazavampiros cayeron al suelo, golpeándose el costado contra algo duro. No veían nada. Estaban solos en la oscuridad, ante una presencia maligna como nunca habían sentido.
—Jijiji…
A tientas, se incorporaron. Adoptaron una postura de defensa, aunque no existía defensa posible en aquella situación.
—¡DA LA CARA, BRUJA! —gritó Ephraim.
—Tranquilo, joven. De peores he salido.
Unos sonidos ligeros se aproximaban, acompasados.
—¡MUERE!
Ephraim disparó la ballesta en la dirección de los pasos al instante. Un destello púrpura lo hizo estallar. Una figura blanca apenas visible apareció unos segundos. Zacharias desplegó de nuevo esa fuerza oculta de la que hizo uso en Konngrythe.
—Qué magia blanca tan patética. ¿Y tú eres la leyenda de los cazavampiros? Jijiji…
—¡Monstruo, muéstrate y pelea!
—¿Qué hago, Eph, aparezco ya?
—¡Esto es entre tú y yo, déjale!
En un chasquido, la habitación se iluminó con una luz antinatural violácea. Zacharias permanecía en pie, pero una mano le atravesaba el pecho y sujetaba su corazón. El noctilii apretó el puño y el músculo estalló. Sangre caliente se derramaba, fluyendo hacia el suelo por el cuerpo sin vida de Zacharias, Asesino de Demonios.
—Ay… Eph, esta vez no vas a poder salir de aquí vivo… O humano.
—Voy a acabar contigo. Por lo que hiciste.
Delante de él, una joven reía. Encima del vestido de encaje blanco y mangas abullonadas, llevaba una armadura negra encorsetada. Un collar de azabache le cubría el cuello, y sus piernas enfundadas en botas altas de cuero refinado se escondían debajo de una falda de crinolina negra empapada de sangre. Una cáscara de delicadeza que encubría el peor ser que conoció jamás. Una muñeca de porcelana le servía de avatar al mismo demonio. El mismo que acabó con su vida, y le arrebató a su amiga.
—No. No lo harás —dijo, sin dejar de reír. En un sutil movimiento al hacerlo, sus dos largas trenzas rubias se balancearon, como sumergidas en la espesa bruma que aparece cuando el tiempo parece transcurrir más despacio.
«¡Hola! Me llamo Ephraim, ¿y tú?».
—¡ANGÉLICA!
—Angélica murió, Eph. Ahora soy Abyss, la Inmortal Guardiana del Velo Negro. ¡Y pronto dominaré esta tierra para toda la eternidad!
Se lanzó hacia ella, pero se disolvió en el aire. Otro clon de sombra, perfectamente corpóreo. Su magia crecía más y más.
Logró sacar el cuerpo de Zacharias. Irene y Aarvark le esperaban fuera, imprudentemente.
—¿Ephraim? ¿Qué ha…? Oh, no…
Quemaron su cuerpo para que no fuera profanado por los noctilii, y escaparon juntos del lugar.
—He entendido una cosa. Las heroicidades de los cazavampiros del pasado han terminado. Abyss es demasiado poderosa para que un par de mortales se infiltren en sus castillos como hacíase antaño. Tenemos que viajar al sur de inmediato y convencer a todos los humanos de que esto es una guerra. Si no la detenemos pronto, nos someterá.
—Te acompañaremos, Ephraim —contestó Irene.
—Tenlo por seguro, muchacho —hizo también Aarvark.
Mientras se alejaban a toda prisa de aquel maldito lugar, en su mente, como una esperanza que se materializara más fácilmente si la invocara una y otra vez, fieramente acertaba de lleno con un virote bendito en el corazón umbrío de La Torturadora. La Sangrienta. Majestad de la Demencia. Diosa de la Muerte Violenta. La Inmortal Guardiana del Velo Negro. Abyss. Angélica.






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